ISSN: 1697-090X

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    Letters to the Editor / Cartas al Editor


    UNA VALORACIÓN DE LA ENFERMEDAD.

    Juan Llor Baños.
    Medicina Interna. Hospital de León. León. España

    juan.llor.b @ gmail.com

    Rev Electron Biomed / Electron J Biomed 2010;1:53-57.


    Sr. Editor:

    Cabe considerar la enfermedad desde una perspectiva global evitando en lo posible la visión reduccionista. Una visión parcial de la enfermedad deforma la realidad y acarrea indudablemente desconcierto y perplejidad sobreañadida en el hombre que la padece. En un contexto general, la enfermedad tiene que conjugarse con la actitud por mantenerse en vida que subyace poderosamente en el hombre. Son dos realidades que están continuamente debatiendo en el hombre enfermo, y que éste desea conciliar o dar un sentido. Quizás la vía racional no sea la más optima para obtener una explicación cabal a esa tensión entre enfermedad y el ansia de vida que existe en el hombre, no porque la vía racional no de respuestas adecuadas sino por ser insuficiente para lo abarcar todo lo que significa el enfermar en el ser humano. Se podría decir que gracias a la enfermedad el hombre toma experiencia práctica de que hay aspectos en su vida que escapan a una explicación puramente racional. Los razonamientos humanos en concreto, por sí solos, son pobrísimos para explicar con profundidad y para responder al enfermo del porqué de su estado.

    Palabras muy esclarecedoras sobre la enfermedad son las siguientes: "La enfermedad y el dolor, desde los orígenes de la humanidad, ha provocado siempre en el ser humano la conciencia de los límites de su ser y de su saber, la experiencia de su finitud, en contraste con el ansia irreprimible de vivir, y de vivir para siempre, que todos llevamos dentro. De ahí, esa espontánea queja ante Dios, que es en realidad un acto de fe: la experiencia del dolor tiene una inmensa riqueza humana y lleva a dirigirse a Dios, nuestro Creador y Redentor, que todo lo sabe y todo lo puede"1. Ciertamente, a través de la enfermedad el hombre-paciente adquiere por vía de la experiencia una riqueza inédita. Ese enriquecimiento en él se realiza en el plano práctico, no teórico. Así, el hombre al padecer la enfermedad le sobreviene con ella la posibilidad de un enriquecimiento en su capacidad de sensibilización frente al dolor y la debilidad.

    Pocas oportunidades hay en la vida como el padecer la enfermedad para colocarnos personalmente frente a las preguntas más profundas y trascendentales que pueda hacerse el hombre en su vida. Ese diálogo personal exige respuestas realistas que den relieve auténtico a su historia pasada, presente y futura en cada persona. La convulsión que provoca la enfermedad facilita que cobre conciencia viva la búsqueda de su sentido. Esa búsqueda de sentido acompañada por la propia enfermedad, abre interrogantes que reclaman una explicación lo más convincente. Además, la respuesta exigida a dicha interpelación es totalmente personal. Únicamente el paciente debe responder a esas cuestiones que le está generando su estado de enfermedad: ¿cuál es mí puesto en el mundo?, ¿qué importancia tiene mi vida?, ¿cuál es mi futuro? En el Evangelio se da cabal explicación de como el hombre debe entender la enfermedad. Valga, como ejemplo, el pasaje del hombre ciego de nacimiento: Jesucristo dice claramente que la enfermedad no es un castigo -"ni este pecó, ni sus padres"-, sino que concurren en favor de un incremento en la conciencia de su dignidad -"para que se manifiesten en él las obras de Dios"-. Es un dejar paso a una En el Evangelio se da cabal explicación de como el hombre debe entender la enfermedad. Valga, como ejemplo, el pasaje del hombre ciego de nacimiento : Jesucristo dice claramente que la enfermedad no es un castigo -"ni este pecó, ni sus padres"-, sino que concurren en favor de un incremento en la conciencia de su dignidad -"para que se manifiesten en él las obras de Dios"-. Es un dejar paso a una realidad de mayor calado y riqueza al incorporar la confianza, humana y sobrenatural, de saberse criatura, sin dejarse vencer por el concepto del absurdo y de un final ciego2. Desde esta perpectiva, ¿cual es el valor de la enfermedad?

    El estado de salud: en la historia de cada ser humano ningún capítulo es tan inexorable como el que habla o hablará, tarde o temprano, a través de su enfermedad. Esa parte de su biografía, incluyendo el desenlace de la muerte, puede concebirse como un absurdo sin respuesta alguna convincente, o por el contrario, puede contribuir de forma excelente a dar el adecuado realce y relieve a la personalidad de cada hombre. Intentaremos profundizar a continuación en esta cuestión. Normalmente en el individuo, la salud es un estado de armonía y equilibrio de los elementos psico-orgánicos que hace que uno pueda valerse por sí mismo y desarrollar normalmente su actividad física y mental.

    En referencia a la salud, varias premisas resultan claras. Se podrían esquematizar en: a) que la salud es un bien, y como tal conviene apreciarlo y custodiarlo; b) que es un bien no conseguible por el esfuerzo del hombre y, por lo tanto, gratuito, e inmerecido pues nadie puede alegar derecho propio a la salud en sentido estricto; c) y que dada la condición de natural fragilidad del hombre, éste está llamado a un abrupto o progresivo declinar de su estado de salud. Ciertamente el hombre no se puede concebir sólo, y naturalmente esa fragilidad y propensión indefectible para enfermar, tiene derecho a reclamar una respuesta al principio de sociabilidad y solidaridad de la raza humana, para la prestación de una asistencia que le permita mantener o recuperar, en la medida de lo posible, su salud. Pero la enfermedad tiene esencialmente una carga personal, que hace que cuando deviene, le hace experimentar, al individuo, un nuevo e inesperado acontecer que llega a afectar incluso a su mundo de relación con los demás. El mundo de sus intereses y afanes sufre una auténtica conmoción que le interpela a él y a su entorno.

    Unidad de cuerpo y espíritu: el hombre es una unidad de cuerpo y alma, sobre la que no puede experimentarse dicotomía o separación alguna. Durante la vida en donde está su cuerpo está su alma, y en donde está su alma está su cuerpo. Por lo tanto, la enfermedad no sólo afecta a la parte somática o corporal. Es de experiencia constatada que cualquier inestabilidad o alteración orgánica o fisiológica del cuerpo influye poderosamente en el ánimo y en la conducta del individuo. Es toda la persona, en lo físico y en lo psíquico, la que padece el desequilibrio de la enfermedad. De hecho, incluso determinadas situaciones anímicas producen trastornos orgánicos de mayor o menor gravedad. Así, por ejemplo, una vivencia estresante provoca vasoconstricción de las arterias coronarias y puede desencadenar angor. Hay una verdadera, intrincada y profunda interrelación entre la esfera psíquica y la corporal del hombre. La medicina psicosomática subraya esa íntima unión del cuerpo y el alma.

    Cuando normalmente nos referimos al enfermar, excepción hecha al estricto campo de la patología psiquiátrica, hacemos referencia especialmente a una alteración o desequilibrio que asienta en el cuerpo, pero que indudablemente afecta a toda la persona. La corporalidad pertenece a la esencia del ser humano ya que gracias a la corporalidad uno es quien es y da expresión explícita de su persona. De ahí, que el cuerpo que pertenece a cada individuo humano, es un bien en sí mismo, y se constituye en referencia única de la persona. Como tal bien al servicio de la persona, se le debe el cuidado por mantener el estado de salud conveniente y no se puede atentar imprudentemente en su contra, ya que está en juego el bien global del individuo. El cuerpo no se constituye en utensilio accidental de la persona, con el que pueda hacer lo que lo que le venga en gana. El cuerpo siempre refleja la dignidad de toda la persona y su servicio. Una conducta que atente contra el bien natural de la estabilidad corporal o acelere irresponsablemente su desequilibrio orgánico y fisiológico, lesiona el deber de proteger un bien proporcionado a cada hombre, como es su integridad física, a la que tiene derecho también el resto de la sociedad.

    El misterio de la enfermedad en el hombre: se podría decir que el dolor tiene sentido si sirviese o fuese eficaz para algo. Pero no es fácil extraer un significado de eficacia a la enfermedad, quizás porque hemos de contar con una realidad que excede la explicación puramente racional de la ciencia, y es que todo hombre es en sí un misterio que no es nada fácil reducirlo a los esquemas puramente cientificistas. No hay ciencia que explique adecuadamente los actos de libertad humana y sus porqués. Así, la enfermedad forma parte de la historia del misterio de cada hombre. Y, en ese sentido, es bien normal que frente a la enfermedad haya siempre un natural desconcierto.

    Sin embargo, cuando se consideran los distintos aspectos de la enfermedad en el hombre, podemos ver que no todo en ella tiene una lectura en negativo, y cabe una cierta lectura que habla de aspectos positivos. A ello hace referencia magistralmente san Juan Crisóstomo: "...si los cuerpos no se corrompieran, en primer lugar la soberbia, que es el mayor de los males, se afianzaría más en muchos hombres. Porque si, aún corrompiéndose y convirtiéndose en manantial de gusanos, ha habido tantos que han querido se les estuviera por dioses, ¿qué hubiera sido de permanecer los cuerpos intactos? En segundo lugar, nadie creería que los cuerpos proceden de la tierra; pues si, aun atestiguándolo así su último paradero, hay quienes lo pone en duda, ¿qué se imaginarían de no verlo con sus ojos? En tercer lugar, se tendría vehemente amor a los cuerpos, y la mayor parte de las gentes se harían aun más carnales y más groseras de lo que son. Porque si aun ahora, desaparecidos los cuerpos, hay quienes se abrazan a los sepulcros y a los ataúdes, ¿qué no harían si tuvieran delante la imagen intacta de los mismos? En cuarto lugar, se disminuye el deseo de bienes venideros. Quinto, los que afirman que el mundo es eterno, tendrían ahí un argumento para confirmarlo y negarían que Dios es su creador. Sexto, no se reconocería la virtud del alma y cómo, con su presencia, es alma del cuerpo. Séptimo, muchos de los que han perdido a sus familiares, dejando las ciudades, se irían a morar en los sepulcros y cementerios y se enajenarían en conversación perpetua con los muertos..." 3.

    Viene bien aquí considerar que el verdadero bien del hombre no se encuentra ligado indefectiblemente al estado de confortable salud. Es una verdad práctica que un paciente puede madurar como persona con la ayuda de su enfermedad, e incluso, a través de ella, adquirir hábitos que enriquezcan su calidad humana, y que quizá no arraigarían en él sino fuese por encontrarse enfermo. Aquí podríamos intentar profundizar algo en el significado de lo que conocemos como felicidad. Comprobamos sin necesidad de demostración alguna que el ser humano es una criatura "hambrienta" de felicidad. Ciertamente, no la posee plenamente por naturaleza, y por eso va tras ella constantemente durante toda su vida. Ciertamente, no es feliz por el mero hecho de estar en este mundo, aun cuando esté disfrutando de la mejor bonanza fisiológica.

    El estado de felicidad, en un mayor o menor grado, es una experiencia que se da en la medida en que el hombre alcanza mayor perfección; o dicho de otra forma, cuando el hombre se encuentra más realizado, y puede desplegar y actualizar más y más sus virtudes potenciales. Así, se puede decir que la felicidad es proporcional a la adecuada realización del proyecto como persona que posee cada individuo. La felicidad no es sinónimo de placer. Es más, la búsqueda preferencial del placer aleja de la felicidad. Viene bien aquí la siguiente consideración en la experiencia de la patología psiquiátrica: "la felicidad, en cualquiera de sus formas, desde la más sensitiva, como el placer, a las más transcendentes, como el éxtasis, es consecuencia de una actividad vital no directamente polarizada hacia ella mediante un afán y búsqueda intencional.

    La cualidad autotranscendente de la existencia humana da lugar a un hecho que el clínico puede observar día tras día, esto es, que el principio del placer es en realidad autodestructor. En otros términos, la búsqueda de la felicidad es autodestructora: constituye una contradicción en sí misma. Me atrevo a decir que precisamente en la medida en que el individuo empieza a buscar directamente la felicidad o a esforzarse por conseguirla, exactamente en la misma medida no puede alcanzarla. Cuanto más se esfuerza por lograrla, tanto menos la consigue"4.

    La conciencia de ser criatura, con un proyecto a desarrollar en la vida, llena todas las aspiraciones que pueda tener el hombre, e, indefectiblemente, la enfermedad es parte de la historia de cada hombre. Hay que contar con ella para que contribuya a la realización cabal de su proyecto de vida como persona, y para eso hay que dotar de cierto sentido a la enfermedad. De ahí la conveniencia de aquilatar bien el concepto de felicidad. Parece una imagen bien traída la utilizada por Cornelio Fabro: "… la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro, de modo que para nada sirve empujar en esa dirección; la puerta de la felicidad se abre hacia fuera"5.

    El enfermo en su respuesta ante la enfermedad: como se ha dicho el enfermo se ve en la tesitura de dar una respuesta personal a su nuevo estado como paciente. Si logra dar una respuesta al sentido de su enfermedad, integrará adecuadamente ésta en su historia. Caben dos actitudes: una, la ficticia de huir de la interpelación a la que le somete la enfermedad, y la otra, la de intentar profundizar en el significado que influirá tanto en él, como en los demás. La enfermedad se puede convertir también paradójicamente en "medicina" que permita alcanzar una mayor cota de realización, al experimentar mejor la realidad. Ciertamente adquiere un poder especial para constatar que existen elementos superfluos, considerados hasta entonces como necesarios.

    Significado del "desprendimiento" en la enfermedad: quizá aunque pueda parecer una frase un poco rotunda, el dolor sólo encuentra auténtico sentido en el hombre si sirve de cauce para prestar ayuda a los demás. Intentaremos explicarlo. La ayuda a los demás, en esas condiciones del enfermo, es de la mayor calidad ya que viene muy facilitada la autenticidad de rectitud de intención por parte del enfermo. Lo veremos de desde varios enfoques. La enfermedad siempre ofrece la oportunidad al hombre para "desnudarse", es decir, desprenderse o ver desde una perspectiva más realista la importancia de muchas cuestiones o consideraciones de cara a prestar un servicio a los demás. Formas de pensar que se habían "afincado" en su vida con un carácter casi absoluto o permanente, ya con la enfermedad no lo son tanto. Indudablemente se ofrece la ocasión de mostrar mayor autenticidad y de forma más desinteresada en su actuación al resto.

    Conviene reconsiderar que la salud es un bien que no ha sido adquirido por derecho propio alguno. La enfermedad, que no ha sido imprudentemente provocada, no supone ninguna "injusticia" pues sólo es la pérdida de la salud; es decir, la pérdida de un bien gratuito que se posee sin merito propio alguno. La salud no forma parte de la esencia del hombre, es un accidente. El hombre sigue siendo igualmente persona y esencialmente con la misma dignidad tanto en estado de enfermedad como de salud. Indudablemente la irrupción de la enfermedad en la biografía del hombre produce un desequilibrio que a veces es difícil de valorar y asumir, pero eso no debe impedir, a priori, dotar de un sentido a la enfermedad. Para dar un sentido a la enfermedad es importante partir de qué significado se le da al desprendimiento de un bien gratuito como es la salud, y si es posible seguir manteniendo la misma dignidad como hombre sin la posesión de ese bien.

    Asumir la enfermedad: cuando la salud se concibe como un bien del que podemos ser desposeído sin menoscabar la dignidad de hombre, nos estamos aproximando a dar una respuesta cargada de sentido a la enfermedad. El sencillo, aunque muchas veces difícil, acto de asumir la enfermedad ya predispone a responder de forma más objetiva y real a los interrogantes fundamentales que plantea la enfermedad en cada persona. Es más, ese constatar que su dignidad no se va viendo afectada por su enfermedad puede enriquecer sobremanera el concepto que posee de sí mismo el paciente. La enfermedad proporciona luz nueva que esclarece el valor que posee como persona, aunque sólo sea por alejar la visión, tantas veces distorsionante, que proporcionan aspectos accidentales del individuo, como es la salud. Así es más fácil convencerse de la realidad de que no es auto suficiente.

    La enfermedad proporciona un instrumento que permite vivir más de acuerdo con lo que se es, que de acuerdo con lo que se tiene. Es como si la enfermedad brindase las claves para conocerse a sí mismo de forma más clara y realista, sin la "hojarasca" de cuestiones prescindibles que esconden cómo es verdaderamente la persona, sin el revestimiento de actitudes o formas de proceder con fines interesados, o poco auténticos, que no dan relieve a la persona sino que la achatan y la mimetizan con los objetos que persigue sus intereses. Incluso a veces, ese asumir con sencillez la enfermedad, al favorecer la autenticidad de la persona enferma consigo misma, facilita enormemente el tratamiento, ya sea parcial, o incluso curativo, de la propia enfermedad. Eso se comprueba de forma palmaria en las patologías de toxicidad (alcoholismo, consumo de drogas, etc.).

    La enfermedad y la realización como persona: el hombre tiende a ser feliz realizándose completamente. Lo consigue actualizando la potencialidad de capacidades que pueda desarrollar en beneficio a los demás, pues el servicio a los demás, lejos de esclavizar, lleva aparejado adquirir mayor libertad. En ese sentido, la enfermedad no supone un estorbo u oposición para el proceso de realización personal. Todo lo contrario, puede ayudar como nada a la realización personal por vía de hacer más auténtica la actitud de servicio a los demás. La mejor definición del hombre la da Pilatos cuando presenta al Jesucristo después de la flagelación: "Aquí tenéis al hombre", pues estaba mostrando a la humanidad la máxima capacidad de servicio auténtico y sincero que ha existido y existirá en hombre6.

    La enfermedad lleva a un estar para otros de forma nueva. Se genera como un nuevo rol frente al entorno. Ese nuevo rol transmite en los demás la luz de generar realismo, haciendo constatar de forma muy cercana cuál es la condición perecedera del hombre. Es más, incluso el paciente que pierde su capacidad de relacionarse es un gran bien para los demás, pues provoca unos cuidados hacia él que hacen que emerjan con fuerza de evidencia, en los otros, que la primera y más básica riqueza del hombre es su existencia sin más, al margen de sus capacidades de eficacia y de intereses prácticos. Por eso la eutanasia a los primeros que "mata" es a los propios que la practican ya que rebajan a nivel de intranscendencia su propia existencia. La eutanasia se alimenta del valor del hombre calificado esencialmente como "eficacia".

    La progresiva asimilación y aceptación de la enfermedad produce un nuevo modo de adaptación a la vida. El enfermo nota que sigue básicamente siendo el mismo como persona, aunque está requiriendo, y pidiendo ayuda, para reorientar su esquema de conducta. El enfermo se ve invitado a realizar actos concretos de gran significación par él y par los demás, que indudablemente vendrán marcados por la mayor o menor aceptación personal de su estado de enfermedad. Así, el hombre enfermo se va transformando en un hombre nuevo, se va realizando en el sentido pleno de la palabra y se va desplegando su inmensa riqueza 7. Como en ningún otro momento se percibe con especial viveza lo pasajero de la vida, que se mezcla al deseo innato a permanecer en vida.

    Muy bien queda definido en este pasaje: "Ante la muerte, el enigma de la condición humana resulta máximo. El hombre no sólo sufre por el dolor y la progresiva disolución de su cuerpo, sino también, y aún más, por el temor de una extinción perpetua. Movido instintivamente por su corazón, juzga rectamente cuando se resiste a aceptar la ruina total y la aniquilación definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí mismo, por ser irreductible tan sólo a la materia, se rebela contra la muerte.

    Todas las tentativas de la técnica, por muy útiles que sean, no logran calmar la ansiedad del hombre; pues la prolongación de la longevidad biológica no puede satisfacer el deseo de una vida más allá, que surge ineludible dentro de su corazón"8. El enfermo tiene que saber que su proyecto como persona sigue existiendo, esta vez acompañado por la enfermedad. Ese estado conlleva un detrimento de sus condiciones físicas, pero adquiere unas ventajas indudables. Su estado de relación adquiere más autenticidad. Los demás cada vez más valen por lo que son, independientemente de lo que tengan.

    La enfermedad y el contacto con la realidad de la vida: la enfermedad consigue mantener simultáneamente actualizado los dos planos que posee el hombre tanto en su vertiente trascendental como en la vertiente práctica. Esto es de gran importancia, pues si falla una de esas dos vertientes nos situamos peligrosamente fuera de al realidad. Así, si se contempla sólo desde la vertiente horizontal humano-práctica, no se acertará a dar una respuesta convincente del sentido de su enfermedad, y se abocará, en el mejor de los casos, a soportar la enfermedad de forma estoica, o bien a un estado que es muy proclive a la depresión.

    También existe el peligro de quedarse con una visión desde la vertiente meramente trascendental, que puede lleva a deformar la realidad al pensar que esa enfermedad es un "designio" que acaece y lo mejor es mostrar "conformidad sin más", con el peligro de menospreciar o dar poca importancia a los medios que pueden conducir a la prevención o restitución total o parcial. Existe también el deber del paciente en dejarse ayudar adecuadamente, pues como se ha dicho la salud no es un bien en exclusiva para el mismo, al ser su persona un bien esencial para la sociedad. No pueden faltar los argumentos transcendentes para buscar una explicación de la enfermedad en el hombre, pero tampoco los humanos. De esa forma se carga de sentido y se iluminan aspectos nuevos que en la vida del enfermo, y que muchas veces pasan totalmente inadvertidos e insospechados. La enfermedad, en definitiva, permite profundizar y conocer algo mejor ese gran océano de misterio que es el hombre, y activa capacidades ocultas que este posee.

    La dignidad del enfermo: cuando a la enfermedad se le da una explicación meramente reduccionista se le escatima su auténtico significado, lo que puede engendrar en el hombre un estado de que su vida es un absurdo. Pero esa concepción no es más que el fruto de una visión empobrecida y tergiversada que surge de dar una respuesta inadecuada a la realidad de la enfermedad. Cualquier vida tiene un valor que excede con mucho lo meramente racional y la opinión parcial que se tenga sobre ella. Si hubiese una sola vida humana, que por mucho que fueran sus debilidades, no fuese digna, aquí y ahora, ninguna vida sería digna. La dignidad de una vida no es relativa a su utilidad. La utilidad no puede establecer rangos de dignidad en las personas. Ciertamente enfermar supone, cuanto menos, un contratiempo que empobrece resultados de productividad y eficacia de acción, pérdida económica, junto a un largo etcétera; y, frecuentemente, es una rémora para los acompañantes del enfermo por la inversión de tiempo y esfuerzos. Sin embargo, como hemos visto, la enfermedad encierra una riqueza en sí misma para el enfermo y para los demás.

    Considerar al enfermo bajo los parámetros de eficiencia es un auténtico desenfoque del concepto que se tiene del hombre. En ese sentido, la enfermedad sirve también de piedra de toque para comprobar qué valor y significado tiene el hombre para los que le rodean y para la sociedad en la que vive. La mayor riqueza del hombre es su ser, y no su mayor o menor capacidad de producción. La actividad del hombre y su productividad es una realidad de segundo orden en la valoración de su dignidad. El hombre enfermo es una gran fuente de "riqueza" para la sociedad. Precisamente por su estado de dependencia da a conocer una realidad de capital importancia para la "salud" de la sociedad, que consiste, sencillamente, en iluminar con más fuerza cada vez la auténtica condición de criatura humana y su dignidad.

    El individuo siempre se encuentra, en mayor o menor grado, necesitado. Esa realidad constituye un cimiento para la misma sociedad, ya que una misión importante en la constitución de la sociedad debe estar dirigida a socorrer las necesidades y garantizar la protección del hombre. En ese sentido, mucho le debe la sociedad al enfermo. La sola presencia del enfermo y su adecuada visión de su enfermedad garantizan la firmeza de los cimientos de dicha sociedad. Pero esos cimientos pueden descomponerse si el trato enfermo se reducen a valorar la utilidad y eficacia que le aporta. Es más, el enfermo, en su inactividad forzosa, subraya el auténtico valor de la persona.

    El paciente manifiesta de forma bien elocuente, que la persona nunca puede ser tasada por la consecución de unas metas de producción, ya que posee en sí, como hombre, una riqueza de vida que es prestada e irrepetible -criatura humana-, y, por tanto, de un valor incalculable. Se podría decir que los enfermos, si cabe, están especialmente revestidos de dignidad. Entre otras consideraciones porque, con su mayor o menor invalidez, temporal o permanente, enriquecen y dignifican a la sociedad en que viven, y ésta, a su vez, debe sentirse muy deudora y agradecida a sus enfermos. La constitución de una sociedad se juega su futuro precisamente en cómo trata a sus enfermos, pues demuestra, de forma práctica, el concepto que posee del hombre.

    La prudencia de actuación en el profesional de la sanidad: la Medicina siendo ciencia y arte a la vez, y debiendo estar interrelacionados en el oficio médico, sólo le está permitida empezar su actuación si parte de un presupuesto básico: el reconocimiento, en todo momento, de la auténtica dignidad del enfermo. A partir de ahí se abre el cauce adecuado a toda acción médica. En la actividad médica junto con el aporte del bagaje científico hay que "sintonizar" o empatizar, desde el inicio, con el enfermo, y procurar hacerse cargo de su estado anímico más o menos alterado, sin perder nunca de vista que en el ser humano el cuerpo participa de su ser espiritual.

    El paciente en los primeros momentos de su enfermedad se encuentra afectado por un estado de intranquilidad. Está bajo la amenaza de un pronóstico que frecuentemente es incierto y comprueba de forma práctica que no es dueño de sus proyectos personales por la fragilidad de su naturaleza. De ahí la especial importancia de que el médico debe percibir, antes que nada, que el enfermo, al depositar su confianza en el médico, precisa ser acompañado en su debilidad de ánimo y en su desconcierto. Es obvio, pero no por eso menos importante, que el médico debe darse cuenta desde el primer momento que tiene enfrente una persona que ha perdido la salud y reclama con fuerza una atención siempre como persona total, nunca sólo bajo el interés de solucionar, sin más, un desequilibrio orgánico-fisiológico en un sector de la persona.

    Ante todo, desde los primeros instantes de su relación con el paciente, el médico debe ser sensible al sufrimiento del enfermo. Ordinariamente, el enfermo percibe perfectamente, sin demasiados razonamientos, si es firme ese primer plano sobre el que se va a construir el acto médico y, consecuentemente, una relación médico-paciente de calidad. Sin ese primer requisito elemental será muy difícil que el médico ayude eficazmente, a pesar de que intente, con su bagaje científico, dar solución a las alteraciones meramente orgánicas. Al contrario, es el interés por el paciente como persona el que arrastra al médico a desplegar sus energías y realizar el mejor estudio posible de su patología, y así proporcionar la ayuda más eficaz.

    Por otra parte, nunca se debe tratar al enfermo de forma genérica y bajo el epígrafe de una enfermedad. Hay que tratar individualmente a cada enfermo atendiendo a las múltiples variaciones que se pueden dar en cada tipo de enfermedad. Otra cuestión importante que debe atender el médico es que la tarea de aceptación de la enfermedad por parte del enfermo nunca es tarea fácil.

    Muchas veces, más que el dolor o la incapacidad física, lo que más le cuesta superar al paciente es salir de un cierto estado de soledad y de cierta depresión en el que se ve sumergido. Así el médico debe ayudar a conducir al enfermo por el camino de la realidad, que esencialmente consiste en mostrarle que su vida sigue teniendo un proyecto, tanto personal como para los demás. Ese proyecto adquiere especial importancia ya que puede facilitar que aflore en el enfermo la riqueza de lo que cada uno "es", solo por el hecho de existir, al margen de lo que se posea para ser eficaz socialmente. En ese sentido, la actuación médica no puede estar únicamente orientada a conseguir, sin más, una "mayor calidad de vida" en el sentido de una mayor capacidad de "producción" o de "eficacia". El enfermo tiene mucha más dignidad que la manifestada en términos eficacia. Nunca cabe valorar al hombre en categorías de producción, al modo de asimilación animal.

    La dignidad del trabajo médico se la "suministra", como materia, el paciente, y el médico debe estar a la altura de ese plano de alta responsabilidad, acompañando al enfermo para proporcionarle, en la mayoría de las ocasiones, la ayuda que la ciencia le permite y, siempre, los cuidados sanitarios que se precise, generando un clima de auténtica esperanza en el enfermo.


    REFERENCIAS


    CORRESPONDENCIA:
    Juan Llor Baños MD.
    Medicina Interna. Hospital de León.
    C/ Cardenal Lorenzana 6 - 2º. 24001 León
    Mail: juan.llor.b @ gmail.com




    Recibido 17 de abril de 2010.
    Publicado: 25 de abril de 2010